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El baile tiene una magia que va más allá del simple movimiento del cuerpo. Desde tiempos inmemoriales, ha sido visto como una fuerza capaz de mover montañas, o al menos hacer que la tierra tiemble bajo nuestros pies.
Las culturas antiguas no eran ajenas a este poder y lo plasmaron en sus mitologías, donde personajes danzantes transformaban no solo el mundo, sino también a ellos mismos.
En el panteón griego, las mujeres tomaron el protagonismo en este arte místico. Las ménades o bacantes, seguidoras de Dioniso, el dios del vino y la locura, eran las reinas del éxtasis.
Con sus cuellos arqueados hacia atrás, danzaban con un fervor casi sobrenatural, un frenesí que ha quedado inmortalizado en obras de arte, como las ménades del Museo del Prado.
Pero esta danza no era solo un espectáculo visual; simbolizaba la creación y destrucción del cosmos, un ciclo interminable que muchas culturas han intentado replicar a través de sus rituales.
Si viajamos al antiguo Egipto, encontramos a Hathor, la diosa que danzaba para traer fertilidad a la tierra, y en la tradición hinduista, Shiva ejecuta su famosa “danza de la dicha furiosa” bajo el nombre de Sri Nataraja, poniendo en marcha el ciclo del universo.
Incluso en la religión Yoruba, Shangó realiza una danza que mezcla lo guerrero y lo divino, mientras que en la mitología celta, Lug agita el mundo con su poderoso brazo.
Pero no necesitamos mirar tan lejos para encontrar danzas sagradas y bosques encantados. En España, la geografía está salpicada de lugares donde el baile era mucho más que un simple entretenimiento.
Tomemos como ejemplo el bosque de Anaga, en Tenerife, un lugar envuelto en leyendas y mitos guanches, donde las mujeres de antaño –las maguadas– realizaban danzas sagradas que posiblemente buscaban la fertilidad de la tierra y la bendición de los dioses.
Este bosque no es solo un remanente ecológico de laurisilva prehistórica, sino un santuario místico donde el tiempo parece haberse detenido. Sus cuevas, como la cueva del lino, fueron hogar de nuestros antepasados, y sus bailaderos, especialmente el del macizo de Anaga, son testimonios mudos de ritos ancestrales.
¿Eran estas danzas un eco de las ménades griegas, transformadas por la tradición local en hechiceras noctívagas? Es posible. Lo que está claro es que este lugar es un punto de encuentro entre lo sagrado y lo terrenal, donde la danza sigue siendo un medio de conexión con lo divino.
Escrito por Diario de Avisos
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